El concepto de creación de valor fue un elemento fundamental de la filosofía de Tsunesaburo Makiguchi (1871-1944), presidente fundador de la Soka Gakkai; el nombre de esta organización, de hecho, significa “sociedad para la creación de valor”. La visión profundamente humanística de Makiguchi, centrada en la felicidad, la responsabilidad y el protagonismo del ser humano, pervive en el humanismo budista de la SGI de hoy.
Los términos “valor” y “creación de valor” pueden llegar a generar cierta confusión, sobre todo si se los entiende como pautas morales. El valor implica aquello que es importante para las personas, todo lo que enaltece la existencia. El término, tal como se lo concibe dentro de la SGI, denota los aspectos positivos de la realidad que se manifiestan o se generan cuando hacemos frente de manera creativa a las cuestiones y problemas que forman parte de la vida diaria.
El valor no es algo que existe por sí mismo y que es necesario descubrir; mucho menos es un conjunto de formas preexistentes a partir de las cuales se juzga el comportamiento de las personas. Los seres humanos podemos crear valor a cada momento, mediante nuestra interacción con el entorno. Según sea nuestra determinación y el rumbo que imprimimos a nuestras acciones, podemos crear, a partir de cualquier situación, valores positivos o negativos, ínfimos o de grandeza inmensurable.
Todo, incluso lo que se nos presenta en un comienzo como una situación insalvable –relaciones conflictivas, apuros económicos o problemas de salud— se puede convertir en una oportunidad para crear valor positivo. La decisión de dedicar la vida a la causa de la justicia, por ejemplo, bien puede surgir a partir de la experiencia de haber recibido un trato injusto.
La práctica budista incrementa nuestra capacidad inherente de reconocer ese potencial y nos otorga, asimismo, la vitalidad, la sabiduría y la perseverancia para desarrollarlo. Debido a la estrecha relación de interdependencia que une nuestra vida con la vida de todos los demás, los valores positivos que creamos tienen la capacidad de beneficiar a otros, que pueden, a su vez, compartirlos y disfrutarlos. Así, lo que comienza con la decisión de un solo individuo de transformar sus propias circunstancias adquiere la dimensión de un valor perdurable que sirve de aliento y de inspiración a todo el conjunto de la sociedad.
La misma progresión, es decir, la que se genera en el interior de una persona y se expande hacia la comunidad, fue la que Makiguchi consideró para establecer las categorías esenciales del valor: la belleza, el beneficio y la bondad. La belleza indica el valor estético, la respuesta sensorial positiva ante lo que reconocemos como “bello”. El beneficio es todo aquello que consideramos gratificante o satisfactorio en el sentido más amplio del término; incluye, aunque no se limita a ese solo aspecto, los bienes materiales que hacen la vida más confortable y llevadera. La bondad es el factor que eleva y expande el bienestar de toda la comunidad humana y hace de su entorno un ámbito justo y apropiado para desarrollar la existencia.
Establecer la felicidad
Aun antes de abrazar el budismo de Nichiren, en 1928, Makiguchi ya tenía la convicción de que el auténtico propósito de la vida era lograr la felicidad. A medida que fue profundizando la práctica y el estudio del budismo, Makiguchi comenzó a utilizar la expresión “una vida de gran bien”, para definir una existencia consagrada al valor supremo: el bienestar de todo el género humano. Se puede considerar que dicho concepto representa una actualización, en el siglo XX, del antiguo ideal budista del camino misericordioso del bodhisattva. Es importante destacar que Makiguchi, al contrario de muchos de sus contemporáneos, se oponía a la idea de que “lo sagrado” fuera un valor en sí mismo; en lugar de ello, sostenía que el logro de la felicidad era la auténtica medida de una religión. Al respecto, él escribió: “Aparte de liberar a las personas y al mundo del sufrimiento, ¿qué sentido puede tener la existencia de la religión en la sociedad? Librar a los individuos del sufrimiento, ¿no implica acaso el valor del beneficio? Y erradicar el dolor del mundo entero, ¿qué otra cosa es sino el valor de la bondad?”. La filosofía de la creación de valor es, por lo tanto, un incentivo para ponernos en acción, tal como somos, dondequiera que estemos, por la causa de la felicidad. Solo mediante el esfuerzo de dirigir nuestro corazón hacia un objetivo sublime, adquirimos la sabiduría y la fuerza para influir a cada momento en nuestro medio social, de un modo que siempre genere profundo valor. El presidente de la SGI, Daisaku Ikeda, sostiene: “La clave para vivir con plenitud, sin ningún arrepentimiento, es dedicarnos a una causa u objetivo que nos trascienda en su grandeza”.
[Basado en el artículo publicado en la edición de octubre de 2006 de la revista SGI Quarterly.]
Los términos “valor” y “creación de valor” pueden llegar a generar cierta confusión, sobre todo si se los entiende como pautas morales. El valor implica aquello que es importante para las personas, todo lo que enaltece la existencia. El término, tal como se lo concibe dentro de la SGI, denota los aspectos positivos de la realidad que se manifiestan o se generan cuando hacemos frente de manera creativa a las cuestiones y problemas que forman parte de la vida diaria.
El valor no es algo que existe por sí mismo y que es necesario descubrir; mucho menos es un conjunto de formas preexistentes a partir de las cuales se juzga el comportamiento de las personas. Los seres humanos podemos crear valor a cada momento, mediante nuestra interacción con el entorno. Según sea nuestra determinación y el rumbo que imprimimos a nuestras acciones, podemos crear, a partir de cualquier situación, valores positivos o negativos, ínfimos o de grandeza inmensurable.
Todo, incluso lo que se nos presenta en un comienzo como una situación insalvable –relaciones conflictivas, apuros económicos o problemas de salud— se puede convertir en una oportunidad para crear valor positivo. La decisión de dedicar la vida a la causa de la justicia, por ejemplo, bien puede surgir a partir de la experiencia de haber recibido un trato injusto.
La práctica budista incrementa nuestra capacidad inherente de reconocer ese potencial y nos otorga, asimismo, la vitalidad, la sabiduría y la perseverancia para desarrollarlo. Debido a la estrecha relación de interdependencia que une nuestra vida con la vida de todos los demás, los valores positivos que creamos tienen la capacidad de beneficiar a otros, que pueden, a su vez, compartirlos y disfrutarlos. Así, lo que comienza con la decisión de un solo individuo de transformar sus propias circunstancias adquiere la dimensión de un valor perdurable que sirve de aliento y de inspiración a todo el conjunto de la sociedad.
La misma progresión, es decir, la que se genera en el interior de una persona y se expande hacia la comunidad, fue la que Makiguchi consideró para establecer las categorías esenciales del valor: la belleza, el beneficio y la bondad. La belleza indica el valor estético, la respuesta sensorial positiva ante lo que reconocemos como “bello”. El beneficio es todo aquello que consideramos gratificante o satisfactorio en el sentido más amplio del término; incluye, aunque no se limita a ese solo aspecto, los bienes materiales que hacen la vida más confortable y llevadera. La bondad es el factor que eleva y expande el bienestar de toda la comunidad humana y hace de su entorno un ámbito justo y apropiado para desarrollar la existencia.
Establecer la felicidad
Aun antes de abrazar el budismo de Nichiren, en 1928, Makiguchi ya tenía la convicción de que el auténtico propósito de la vida era lograr la felicidad. A medida que fue profundizando la práctica y el estudio del budismo, Makiguchi comenzó a utilizar la expresión “una vida de gran bien”, para definir una existencia consagrada al valor supremo: el bienestar de todo el género humano. Se puede considerar que dicho concepto representa una actualización, en el siglo XX, del antiguo ideal budista del camino misericordioso del bodhisattva. Es importante destacar que Makiguchi, al contrario de muchos de sus contemporáneos, se oponía a la idea de que “lo sagrado” fuera un valor en sí mismo; en lugar de ello, sostenía que el logro de la felicidad era la auténtica medida de una religión. Al respecto, él escribió: “Aparte de liberar a las personas y al mundo del sufrimiento, ¿qué sentido puede tener la existencia de la religión en la sociedad? Librar a los individuos del sufrimiento, ¿no implica acaso el valor del beneficio? Y erradicar el dolor del mundo entero, ¿qué otra cosa es sino el valor de la bondad?”. La filosofía de la creación de valor es, por lo tanto, un incentivo para ponernos en acción, tal como somos, dondequiera que estemos, por la causa de la felicidad. Solo mediante el esfuerzo de dirigir nuestro corazón hacia un objetivo sublime, adquirimos la sabiduría y la fuerza para influir a cada momento en nuestro medio social, de un modo que siempre genere profundo valor. El presidente de la SGI, Daisaku Ikeda, sostiene: “La clave para vivir con plenitud, sin ningún arrepentimiento, es dedicarnos a una causa u objetivo que nos trascienda en su grandeza”.
[Basado en el artículo publicado en la edición de octubre de 2006 de la revista SGI Quarterly.]
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