Daniel Juan estuvo en la Guerra de Malvinas como marino. Allí vio morir a compañeros. Hoy, veintiún años después de aquellos duros momentos que vivió nuestro país, siente que, a través de la práctica budista, cada día es una batalla, pero por la feli
A los quince años, entré a estudiar en la tristemente famosa Escuela de Mecánica de la Armada. Estaba cansado del secundario; quería cambiar... necesitaba “aires distintos” y sentí que la Marina era una salida. Muchos me decían que no iba a aguantar; quizás fueron esos mismos temores los que me impulsaron a soportar, sobre todo, los primeros meses, que fueron los más duros. Cuando terminé mi instrucción como mecánico, me asignaron al buque de desembarque “Cabo San Antonio”. Y fue con esa nave que, el 2 de abril de 1982, desembarcó en las Islas Malvinas, como parte de la avanzada de las fuerzas argentinas. Daniel recuerda los momentos previos como si hubieran ocurrido ayer. Cuando llegamos al puerto y vimos que cargaban el barco con gran cantidad de combustible y armamento, nos pareció muy extraño. El 28 de marzo, salimos a navegar y el 31 a la noche, el comando del barco nos avisó por los parlantes qué era lo que íbamos a hacer. El día de la toma de las islas, de nuestro barco salieron los tanques y lanchas que harían el primer desembarco argentino en Malvinas. En ese momento, no sentíamos nada en particular; pero empezamos a tomar conciencia del peligro que corríamos cuando el jefe de la sala de máquinas nos explicó qué debíamos hacer (que era bastante poco) si un torpedo impactaba en nuestro barco. Daniel y sus compañeros del “Cabo San Antonio” estuvieron solo tres días en Malvinas. Luego, hicieron algunos viajes entre diferentes puertos del sur argentino, llevando armamentos y provisiones. Cuando el crucero “General Belgrano” fue hundido en el Canal de Beagle, ellos estaban muy cerca de allí, en Río Grande. Lamentablemente, como no teníamos el respaldo de ningún otro buque, no pudimos ayudar a los sobrevivientes. Poco después, mientras nos dirigíamos a Puerto Deseado, nos llegó el aviso de que otro barco había sido atacado. Como ese barco había quedado sin timón, lo ayudamos a llegar a puerto. Allí murieron seis marinos, y los que sobrevivieron estaban muy afectados. Uno que había sido compañero mío en la Escuela de Mecánica, un pibe bárbaro, repetía siempre lo mismo: “Yo estaba parado acá, vino la bomba y me mandó contra la otra pared”. Me lo dijo como cinco veces en la misma conversación. Lo que había comenzado como una aventura (Daniel recuerda que, en un principio, pensaban: “¿Cómo van a venir hasta acá los ingleses?”), se tornó en algo cada vez más dramático. También en el crucero “General Belgrano” tenía compañeros que murieron en esas frías aguas. Sentía un vacío terrible, porque me daba cuenta de que si nos atacaban, era muy difícil escapar de la sala de máquinas, ahí en el fondo del barco. Todos éramos muy jóvenes; nos dábamos coraje unos a otros... Cuando finalizó la guerra, sentí por un lado el alivio de que había terminado, pero también, me sentí muy mal por haber perdido. Los soldados sabían que eso significaba volver a sus casas, donde los esperaban sus familias, que vivían muy angustiadas, sin muchas noticias de los que estaban en el frente. Luego de que desembarcamos en Malvinas, me dieron una licencia; así que, a los pocos días, pude estar con mi familia. Cuando llegué a mi casa, me dijeron: “¿Qué hacés acá? Si vos estabas allá” y me mostraban la foto de una revista donde yo aparecía sobre la cubierta del “Cabo San Antonio”. Mis padres estaban angustiados con las noticias que escuchaban. Mi mamá sentía lo mismo que cualquier otra madre. Luego de la guerra, seguí un año más en la Marina, porque tenía un contrato; pero luego no lo quise renovar. Me costó muchísimo volver a integrarme en la “vida civil”. Fue en esa época que Daniel conoció el Budismo y la Soka Gakkai, gracias a una vecina. A través de la práctica y de las reuniones, empezó a darse cuenta de que todo cambio surgía a partir de uno mismo. Lo que me atrajo de la organización fueron sus ideales. En las reuniones de jóvenes, éramos todos “chicos comunes”, pero teníamos objetivos y, cuando nos juntábamos, lo lográbamos. Buscábamos alentar a otras personas, mediante actividades como los festivales o las convenciones. Todo ese movimiento me hizo cambiar un montón. Yo me la pasaba discutiendo con mi vieja; era como una descarga. A veces, luego de pelearnos, no le hablaba por dos días. Justamente esas peleas, que en ocasiones terminaban con insultos, empezaron a suavizarse. Fue una transformación muy grande, que valoré muchísimo. Daniel comenzó a darse cuenta de lo fuerte e importante que era para él la relación que mantenía con su madre. Apreció cómo ella lo esperaba cada noche hasta que terminó el secundario y cómo cada mañana lo despertaba para que fuera a trabajar. Después de recibirme de técnico mecánico, fui a trabajar al ferrocarril. Ya me había casado, pero algo había cambiado: las reuniones se tornaron aburridas, y yo tampoco encontraba motivación para hacer la práctica budista. Hasta que, en el 96, me quedé sin trabajo. Pero, aunque sabía que con la práctica iba a poder revertir esa situación, por “orgullo” (por no reconocer que lo necesitaba), no lo hacía. Finalmente me senté a orar y conseguí un nuevo trabajo. El tema era que, una vez que conseguía trabajo, dejaba de practicar... y una vez más, me quedaba sin empleo. Finalmente, puse las cosas en la balanza: cómo me iba cuando practicaba y cómo, cuando no lo hacía. Entonces, me hice esta pregunta: “¿Por qué voy a dejar de practicar otra vez?”. En esos momentos, ocurrió un hecho curioso: una responsable de la zona lo llamó por teléfono y le preguntó: “¿Por qué estás practicando?”. Daniel le respondió que lo hacía por la felicidad de su familia, por su trabajo. Y ella le respondió: “Tus hijos y tu esposa te tienen a vos, pero hay otros que también necesitan tu aliento”. Así que empecé a buscar a esas personas, que necesitaban que les hablara del Budismo. A medida que lo hacía, también mi situación laboral mejoraba: concreté un buen trabajo y luego, otro mejor, en una planta de alimentos muy importante. En 2000, viajé al Japón para una capacitación de la SGI. Pero cuando llegué, me dije: “¿Qué hago acá?”. Recién cuando fuimos a las reuniones de intercambio con los miembros locales me di cuenta de por qué estaba ahí. Me impresionó el gran corazón que ponían al recibirnos; era como si recibieran al presidente Ikeda... Ellos veían en nosotros el corazón de nuestro maestro. Al volver a Buenos Aires, Daniel se encontró que, por el cierre de la planta, muchos de sus compañeros se habían quedado sin trabajo, pero que a él lo trasladarían a otro establecimiento, con un sueldo mayor y mejores horarios. Hoy, siento que la felicidad de mi familia depende de que yo siga firme en la fe y continúe alentando a otras personas. Y eso es lo que voy a hacer.
A los quince años, entré a estudiar en la tristemente famosa Escuela de Mecánica de la Armada. Estaba cansado del secundario; quería cambiar... necesitaba “aires distintos” y sentí que la Marina era una salida. Muchos me decían que no iba a aguantar; quizás fueron esos mismos temores los que me impulsaron a soportar, sobre todo, los primeros meses, que fueron los más duros. Cuando terminé mi instrucción como mecánico, me asignaron al buque de desembarque “Cabo San Antonio”. Y fue con esa nave que, el 2 de abril de 1982, desembarcó en las Islas Malvinas, como parte de la avanzada de las fuerzas argentinas. Daniel recuerda los momentos previos como si hubieran ocurrido ayer. Cuando llegamos al puerto y vimos que cargaban el barco con gran cantidad de combustible y armamento, nos pareció muy extraño. El 28 de marzo, salimos a navegar y el 31 a la noche, el comando del barco nos avisó por los parlantes qué era lo que íbamos a hacer. El día de la toma de las islas, de nuestro barco salieron los tanques y lanchas que harían el primer desembarco argentino en Malvinas. En ese momento, no sentíamos nada en particular; pero empezamos a tomar conciencia del peligro que corríamos cuando el jefe de la sala de máquinas nos explicó qué debíamos hacer (que era bastante poco) si un torpedo impactaba en nuestro barco. Daniel y sus compañeros del “Cabo San Antonio” estuvieron solo tres días en Malvinas. Luego, hicieron algunos viajes entre diferentes puertos del sur argentino, llevando armamentos y provisiones. Cuando el crucero “General Belgrano” fue hundido en el Canal de Beagle, ellos estaban muy cerca de allí, en Río Grande. Lamentablemente, como no teníamos el respaldo de ningún otro buque, no pudimos ayudar a los sobrevivientes. Poco después, mientras nos dirigíamos a Puerto Deseado, nos llegó el aviso de que otro barco había sido atacado. Como ese barco había quedado sin timón, lo ayudamos a llegar a puerto. Allí murieron seis marinos, y los que sobrevivieron estaban muy afectados. Uno que había sido compañero mío en la Escuela de Mecánica, un pibe bárbaro, repetía siempre lo mismo: “Yo estaba parado acá, vino la bomba y me mandó contra la otra pared”. Me lo dijo como cinco veces en la misma conversación. Lo que había comenzado como una aventura (Daniel recuerda que, en un principio, pensaban: “¿Cómo van a venir hasta acá los ingleses?”), se tornó en algo cada vez más dramático. También en el crucero “General Belgrano” tenía compañeros que murieron en esas frías aguas. Sentía un vacío terrible, porque me daba cuenta de que si nos atacaban, era muy difícil escapar de la sala de máquinas, ahí en el fondo del barco. Todos éramos muy jóvenes; nos dábamos coraje unos a otros... Cuando finalizó la guerra, sentí por un lado el alivio de que había terminado, pero también, me sentí muy mal por haber perdido. Los soldados sabían que eso significaba volver a sus casas, donde los esperaban sus familias, que vivían muy angustiadas, sin muchas noticias de los que estaban en el frente. Luego de que desembarcamos en Malvinas, me dieron una licencia; así que, a los pocos días, pude estar con mi familia. Cuando llegué a mi casa, me dijeron: “¿Qué hacés acá? Si vos estabas allá” y me mostraban la foto de una revista donde yo aparecía sobre la cubierta del “Cabo San Antonio”. Mis padres estaban angustiados con las noticias que escuchaban. Mi mamá sentía lo mismo que cualquier otra madre. Luego de la guerra, seguí un año más en la Marina, porque tenía un contrato; pero luego no lo quise renovar. Me costó muchísimo volver a integrarme en la “vida civil”. Fue en esa época que Daniel conoció el Budismo y la Soka Gakkai, gracias a una vecina. A través de la práctica y de las reuniones, empezó a darse cuenta de que todo cambio surgía a partir de uno mismo. Lo que me atrajo de la organización fueron sus ideales. En las reuniones de jóvenes, éramos todos “chicos comunes”, pero teníamos objetivos y, cuando nos juntábamos, lo lográbamos. Buscábamos alentar a otras personas, mediante actividades como los festivales o las convenciones. Todo ese movimiento me hizo cambiar un montón. Yo me la pasaba discutiendo con mi vieja; era como una descarga. A veces, luego de pelearnos, no le hablaba por dos días. Justamente esas peleas, que en ocasiones terminaban con insultos, empezaron a suavizarse. Fue una transformación muy grande, que valoré muchísimo. Daniel comenzó a darse cuenta de lo fuerte e importante que era para él la relación que mantenía con su madre. Apreció cómo ella lo esperaba cada noche hasta que terminó el secundario y cómo cada mañana lo despertaba para que fuera a trabajar. Después de recibirme de técnico mecánico, fui a trabajar al ferrocarril. Ya me había casado, pero algo había cambiado: las reuniones se tornaron aburridas, y yo tampoco encontraba motivación para hacer la práctica budista. Hasta que, en el 96, me quedé sin trabajo. Pero, aunque sabía que con la práctica iba a poder revertir esa situación, por “orgullo” (por no reconocer que lo necesitaba), no lo hacía. Finalmente me senté a orar y conseguí un nuevo trabajo. El tema era que, una vez que conseguía trabajo, dejaba de practicar... y una vez más, me quedaba sin empleo. Finalmente, puse las cosas en la balanza: cómo me iba cuando practicaba y cómo, cuando no lo hacía. Entonces, me hice esta pregunta: “¿Por qué voy a dejar de practicar otra vez?”. En esos momentos, ocurrió un hecho curioso: una responsable de la zona lo llamó por teléfono y le preguntó: “¿Por qué estás practicando?”. Daniel le respondió que lo hacía por la felicidad de su familia, por su trabajo. Y ella le respondió: “Tus hijos y tu esposa te tienen a vos, pero hay otros que también necesitan tu aliento”. Así que empecé a buscar a esas personas, que necesitaban que les hablara del Budismo. A medida que lo hacía, también mi situación laboral mejoraba: concreté un buen trabajo y luego, otro mejor, en una planta de alimentos muy importante. En 2000, viajé al Japón para una capacitación de la SGI. Pero cuando llegué, me dije: “¿Qué hago acá?”. Recién cuando fuimos a las reuniones de intercambio con los miembros locales me di cuenta de por qué estaba ahí. Me impresionó el gran corazón que ponían al recibirnos; era como si recibieran al presidente Ikeda... Ellos veían en nosotros el corazón de nuestro maestro. Al volver a Buenos Aires, Daniel se encontró que, por el cierre de la planta, muchos de sus compañeros se habían quedado sin trabajo, pero que a él lo trasladarían a otro establecimiento, con un sueldo mayor y mejores horarios. Hoy, siento que la felicidad de mi familia depende de que yo siga firme en la fe y continúe alentando a otras personas. Y eso es lo que voy a hacer.
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